No siempre fue así. A mediados de los ‘70 no había adormideras opiáceas en Afganistán ni en Pakistán. Todo cambió con la invasión soviética en 1979: el entonces presidente Jimmy Carter dio luz verde a la operación encubierta de la CIA destinada a financiar y armar a la resistencia afgana. En las zonas que iban liberando, los mujaidines ordenaban a los campesinos que cultivaran opio para pagar el “impuesto revolucionario” y se instalaron laboratorios de elaboración de heroína en la frontera afgano-paquistaní protegidos por la CIA y el servicio de espionaje de Pakistán. Resultado: el fiscal general estadounidense William French Smith declaraba en 1981, apenas dos años después, que de allí provenía el 60 por ciento de la heroína que se consumía en EE.UU. (sonic.net, agosto-septiembre de 1997). Qué rapidez. No comparable, sin embargo, a la que se observa desde la ocupación de Afganistán.
El gobierno talibán, curiosamente, había reducido en un 90 por ciento el área cultivada con la adormidera. Desde el 2001, año de la invasión, las tierras sembradas se multiplicaron por 15: pasaron de 8000 hectáreas a 123.000 en el 2009 (Afganistán Opium Survey 2009, Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, septiembre 2009). Los ingresos generados por el tráfico de la droga afgana son considerables. “El comercio de los opiáceos afganos proporciona una gran parte de los ingresos a escala mundial de los narcóticos, cuyo monto estimado por las Naciones Unidas es de 400 a 500 mil millones de dólares anuales”, señaló el especialista Miguel Chossudovsky (www.globalresearch.ca, 12-7-04). Hoy, tal vez más. Son de imaginar los intereses comerciales y financieros, legales e ilegales, que manejan este botín.
Chossudovsky señala que, si se toma en cuenta que el narcotráfico ocupa el tercer lugar, después del petróleo y de la venta de armas, en cuanto a las ganancias que arroja la comercialización de productos a nivel mundial, los poderosos grupos de negocios aliados al crimen organizado compiten por el control estratégico de las rutas de la heroína, no menos importantes que las petroleras y las armamentistas. ¿Habrá sido éste otro incentivo que alimentó la invasión y ocupación de Afganistán? Los talibán se están tomando la revancha: venden heroína barata a las tropas estadounidenses, desgastadas por las misiones de combate y, sin embargo, con bastantes horas libres por día en las que hay que entretenerse. ¿Con heroína? Por qué no.
McCanna compró heroína una docena de veces con absoluta libertad mientras realizaba su documental sobre la muerte en circunstancias sospechosas del soldado John Torres, que había escrito a su familia acerca de los problemas de drogadicción en la base aérea de Bagram. Aunque un portavoz de la base, el mayor de ejército Chris Belcher, había emitido un comunicado en el que indicaba que “son escasos los informes sobre el uso de drogas o de alcohol (entre los efectivos norteamericanos) que recibe la policía militar”, McCanna no pudo hablar con tres veteranos que recibían tratamiento por drogadicción, como se le había prometido. Los únicos datos oficiales del Departamento de asuntos relativos a los veteranos mostraban que no existían -o eran pocos- los casos de consumo de heroína por las tropas estadounidenses en Afganistán. Quién sabe.
El general de cuatro estrellas (R) Barry McCaffrey, zar de las drogas bajo la férula de Bill Clinton, confesó no hace mucho que el uso de drogas entre las filas de ocupantes norteamericanos se había duplicado en los últimos cuatro años. Si se aumentara el número de efectivos trasladados de Iraq a Afganistán, agregó, muchos más “meterían la nariz (en la heroína) y les va a gustar” (www.thedailybeast.com, 4-11-09). Si Obama decide finalmente destinar 40.000 militares más a una guerra que ya dura ocho años, los estará exponiendo a la muerte por droga o plomo. Pero se sabe que a la Casa Blanca poco le importa ese detalle, empeñada, como está, en “la lucha por la libertad y la democracia” en todo el mundo.
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