Cuando el juez Felice Casson reveló la existencia de Gladio, comenzaron apenas a vislumbrarse los alcances de los servicios secretos de la OTAN. La estructura secreta continúa operando hasta nuestros días; realiza misiones de las que no necesariamente se enteran los parlamentos de los países. Los atentados organizados por los regímenes se imputan a la oposición para desmantelarla. “Había que actuar contra los civiles, la gente del pueblo, las mujeres, los inocentes; la razón era muy simple: se suponía que tenían que forzar a aquella gente a recurrir al Estado para pedir más seguridad”, reconoció uno de los “soldados clandestinos”
Daniele Ganser* / Red Voltaire / Primera parte
El 31 de mayo de 1972 un auto bomba estalló en un bosque cercano al pueblo llamado Peteano, en Italia, dejando un herido grave y un muerto entre la policía uniformada italiana. Los carabineros habían llegado al lugar después de recibir una llamada telefónica anónima. Al inspeccionar un auto Fiat 500 allí abandonado, uno de los carabineros levantó el capó, provocando así la explosión.
Dos días después, una nueva llamada telefónica anónima reclamaba la autoría del atentado en nombre de las Brigadas Rojas, grupúsculo terrorista que trataba en aquel entonces de romper el equilibrio del poder en Italia mediante la realización de tomas de rehenes y de asesinatos de altos personajes del Estado. La policía se volvió inmediatamente hacia la izquierda italiana y encarceló a cerca de 200 comunistas. Durante más de 10 años los italianos vivieron convencidos de que el acto terrorista de Peteano había sido obra de las Brigadas Rojas.
Posteriormente, en 1984, Felice Casson, un juez italiano, decidió reabrir el caso ya que le intrigaban toda una serie de irregularidades y falsificaciones cometidas alrededor del drama de Peteano. El juez Felice Casson descubrió que la policía no había investigado el lugar de los hechos. También notó que el informe que había concluido en aquel entonces que los explosivos utilizados eran los mismos que utilizaban tradicionalmente las Brigadas Rojas era en realidad una falsificación.
Marco Morin, un experto en explosivos de la policía italiana, había proporcionado deliberadamente conclusiones falsas. Morin era miembro de la organización italiana de extrema derecha Ordine Nuovo y, en el contexto de la Guerra Fría, había aportado así su contribución a lo que él consideraba una lucha legítima contra la influencia de los comunistas italianos. El juez Casson logró probar que, al contrario de lo que había concluido Morin, el explosivo utilizado en Peteano era el C4, la sustancia explosiva más poderosa de aquel entonces y que también formaba parte del arsenal de las fuerzas de la OTAN.
“Simplemente quise arrojar una nueva luz sobre años de mentiras y secretos. Eso es todo”, declaró posteriormente el juez Casson a los periodistas que lo interrogaban en su minúscula oficina del Palacio de Justicia, junto a la laguna de Venecia. “Quería que, por una vez, los italianos supieran la verdad”.
El 24 de febrero de 1972, cerca de Trieste, un grupo de carabineros descubre por casualidad un escondite lleno de municiones, armas y explosivo del tipo C4, idéntico al utilizado en Peteano. Los policías estaban convencidos de haber descubierto una red criminal. Años más tarde, la investigación del juez Casson permitió determinar que se trataba en realidad de uno de los cientos de escondites subterráneos creados por el ejército secreto del llamado stay-behind, estructura que responde a las órdenes de la OTAN y que se conoce en Italia por la apelación codificada de Gladio (del latín Gladius, denominación de la espada corta en uso en la Roma de la antigüedad). Casson notó que los servicios secretos del ejército italiano y el gobierno de aquella época se habían esforzado considerablemente por mantener en secreto el descubrimiento de Trieste así como su contexto estratégico.
Al proseguir su investigación sobre los extraños casos de Peteano y Trieste, el magistrado descubrió con asombro, no la mano de la izquierda italiana, sino la de los grupúsculos de extrema derecha y de los servicios secretos del ejército tras el atentado de 1972. La investigación del juez reveló la existencia de una estrecha colaboración entre la organización de extrema derecha Ordine Nuovo y el SID (Servizio Informazioni Difusa), es decir, los servicios secretos del ejército italiano. Ordine Nuovo y el SID habían preparado juntos el atentado de Peteano, y luego habían acusado a los militantes de la extrema izquierda italiana, las Brigadas Rojas.
Casson logró identificar al hombre que había puesto la bomba, un tal Vincenzo Vinciguerra, miembro de Ordine Nuovo. Como era el eslabón final de una larga cadena de mando, Vinciguerra sólo fue arrestado varios años después del momento de los hechos. Confesó y declaró que había gozado de la protección de toda una red de simpatizantes, tanto en Italia como en el extranjero, que habían hecho posible su huida después del atentado. “Es todo un mecanismo que se puso en marcha”, contó Vinciguerra. “Lo cual quiere decir que desde los carabineros hasta el ministro del Interior, pasando por la aduana y los servicios de inteligencia civiles y militares, todos habían aceptado que el razonamiento ideológico justificaba al atentado”.
Vinciguerra subrayaba, con toda razón, el agitado contexto histórico en que se había producido el atentado de Peteano. A fines de la década de 1960, con el surgimiento de la revolución pacifista y los movimientos estudiantiles de protesta contra la violencia y contra la guerra de Vietnam en particular, el enfrentamiento ideológico entre la derecha y la izquierda se había intensificado, tanto en Europa Occidental como en Estados Unidos.
La inmensa mayoría de los ciudadanos comprometidos con los movimientos sociales de izquierda recurría a formas de protesta no violentas, como manifestaciones, actos de desobediencia civil y, sobre todo, debates con moderadores. En el seno del parlamento italiano, el poderoso Partido Comunista (Partito Communisto Italiano, PCI) y en menor medida el Partido Socialista (Partito Socialisto Italiano, PSI) simpatizaban con ese movimiento.
Los movimientos sociales de izquierda se oponían a la política de Estados Unidos, a la guerra de Vietnam y sobre todo a la repartición del poder en Italia ya que, a pesar de disponer de una importante mayoría en el parlamento, el PCI no había recibido ningún ministerio y se le mantenía así al margen del gobierno. La derecha italiana estaba perfectamente consciente de que aquello constituía una injusticia flagrante y una violación de los principios básicos de la democracia.
Fue en aquel contexto de Guerra Fría y de lucha por el poder que los extremistas recurrieron al terrorismo en Europa Occidental. Los grupos terroristas de izquierda más notorios fueron los comunistas italianos de las Brigadas Rojas así como la Rote Armee Fraktion alemana o RAF (Fracción Ejército Rojo). Fundadas por varios estudiantes de la universidad de Trento que no tenían ningún conocimiento en cuanto a técnicas de combate, las Brigadas Rojas contaban entre sus miembros a Margherita Cagol, Alberto Franceschini y Alberto Curcio.
Al igual que los miembros de la RAF, éstos estaban convencidos de la necesidad de recurrir a la violencia para cambiar la estructura del poder vigente, que les parecía injusto y corrupto. Al igual que las acciones de la RAF, las de las Brigadas Rojas no tenían como blanco a la población civil, sino a determinados individuos que consideraban representantes del “aparato del Estado”, como banqueros, generales y ministros, a los que secuestraban y a menudo asesinaban. Las acciones de las Brigadas Rojas, que tuvieron lugar principalmente en la Italia de la década de 1970, dejaron 75 muertos.
Debido a su poca capacidad estratégica y militar y a su inexperiencia, los miembros de las Brigadas Rojas acabaron siendo arrestados mediante redadas y, posteriormente, juzgados y encarcelados.
Al otro extremo del tablero político de la Guerra Fría, la extrema derecha también recurrió a la violencia. En Italia, su red incluía a los soldados clandestinos del Gladio, los servicios secretos militares y organizaciones fascistas como Ordine Nuovo. Al contrario del que practicaba la izquierda, el objetivo del terrorismo de derecha era sembrar el terror en todas las capas de la sociedad mediante atentados dirigidos contra grandes multitudes y destinados a provocar la mayor cantidad posible de muertos para acusar posteriormente a los comunistas.
El juez Casson logró determinar que el drama de Peteano formaba parte de ese esquema y entraba en el marco de una serie de crímenes que había comenzado en 1969. Durante aquel año, cuatro bombas habían estallado poco antes de la navidad en varios lugares públicos de Roma y Milán. El saldo había sido de 16 muertos y 80 heridos, en su mayoría campesinos que iban a depositar en el Banco Agrícola de la Piazza Fontana de Milán lo que habían recaudado en el día a través de sus ventas en el mercado. Conforme a una estrategia maquiavélica, la responsabilidad de aquella masacre fue atribuida a los comunistas y a la extrema izquierda; se escamotearon las pistas y se realizó inmediatamente una ola de arrestos.
La población en su conjunto tenía muy pocas posibilidades de descubrir la verdad ya que los servicios secretos militares se esforzaron por enmascarar el crimen. En Milán, una de las bombas no había llegado a estallar, debido al mal funcionamiento del mecanismo de relojería, pero en los primeros actos de disimulación los servicios secretos la hicieron estallar en el lugar de los hechos y varios componentes de artefactos explosivos fueron depositados en la casa de Giangiacomo Feltrinelli, célebre editor conocido por sus opiniones de izquierda.
“Según las estadísticas oficiales, entre el 1 de enero de 1969 y el 31 de diciembre de 1987 se registraron 14 mil 591 actos de violencia con motivos políticos”, afirma el senador Giovanni Pellegrino, presidente de la Comisión Investigadora Parlamentaria sobre Gladio y el terrorismo, al recordar la violencia del contexto político de aquel periodo de la historia reciente de Italia. “Quizás no resulta inútil recordar que aquellas ‘acciones’ causaron la muerte a 491 personas, así como heridas y mutilaciones a otras 1 mil 181.
“Cifras dignas de una guerra, sin parangón en Europa”. Después de los atentados de la Piazza Fontana, en 1969, y de Peteano, en 1972, otros actos de terrorismo volvieron a ensangrentar el país. El 28 de mayo de 1974, en Brescia, una bomba dejó ocho muertos y 102 heridos entre los participantes en una manifestación antifascista. El 4 de agosto de 1974, un atentado a bordo del tren Italicus Express, que enlaza Roma con Munich, mató a 12 personas e hirió a 48. El punto culminante de aquella ola de violencia se produjo en una soleada tarde, el 2 de agosto de 1980, en el día de la fiesta nacional de Italia, cuando una explosión de gran potencia devastó el salón de espera de los pasajeros de segunda clase en la estación de trenes de Bolonia, matando a 85 personas e hiriendo o mutilando a otras 200. La masacre de Bolonia es uno de los mayores atentados terroristas que haya sufrido Europa en todo el siglo XX.
Contrariamente a los miembros de las Brigadas Rojas, que acabaron todos en la cárcel, los terroristas de extrema derecha lograron escapar después de cada atentado, ya que, como señala Vinciguerra con toda razón, todos gozaron de la protección del aparato de seguridad y de los servicios secretos del ejército italiano. Años más tarde, cuando al fin se estableció el vínculo entre el atentado de la Piazza Fontana y la derecha italiana, se le preguntó a Franco Freda, miembro de Ordine Nuovo, si al cabo del tiempo creía haber sido manipulado por personajes que ocupaban altos cargos, generales o ministros.
Freda, admirador declarado de Hitler, que había publicado Mein Kampf en italiano gracias a su pequeña estructura personal de edición, respondió que, según sus conceptos, todo el mundo es más o menos manipulado: “Todos somos manipulados por otros más poderosos que nosotros”, declaró el terrorista. “En lo que me concierne, admito haber sido una marioneta movida por ideas, pero en ningún caso por los hombres de los servicios secretos, ni aquí (en Italia) ni en el extranjero. En otros términos, yo mismo escogí mi lucha y la desarrollé según mis ideas. Eso es todo”.
En marzo de 2001, el general Giandelio Maletti, exjefe del contraespionaje italiano, dejó entrever que además de la red clandestina Gladio, de los servicios secretos militares italianos y de un grupúsculo de terroristas de extrema derecha, las matanzas que desacreditaron a los comunistas italianos recibieron también la aprobación de la Casa Blanca y de la CIA. Al comparecer como testigo en el juicio contra los terroristas de extrema derecha acusados de estar implicados en los atentados de la Piazza Fontana, Maletti declaró: “La CIA, siguiendo las directivas de su gobierno, quería crear un nacionalismo italiano capaz de obstaculizar lo que consideraba un deslizamiento hacia la izquierda y, con ese objetivo, pudo utilizar el terrorismo de extrema derecha”. “Uno tenía la impresión de que los americanos estaban dispuestos a todo para impedir que Italia se inclinara hacia la izquierda”, explicó el general, antes de agregar: “No olviden que era Nixon quien estaba a la cabeza del gobierno y Nixon no era un tipo cualquiera, (era) un político muy hábil pero un hombre de métodos poco ortodoxos”. Retrospectivamente, el general de 79 años expresó críticas y amargura: “Italia fue tratada como una especie de protectorado. Me avergüenza que todavía estemos siendo objeto de un control especial”.
Durante las décadas de 1970 y 1980, el parlamento italiano, en cuyo seno los partidos comunista y socialista ostentaban una parte importante del poder, manifestó creciente inquietud ante aquella ola visiblemente interminable de crímenes que ensangrentaban el país sin que se lograra identificar a los autores ni a quienes los ordenaban.
Aunque ya en aquel entonces circulaban entre la izquierda italiana los rumores de que aquellos misteriosos actos de violencia eran una forma de guerra secreta que Estados Unidos había desencadenado contra los comunistas italianos, no existían pruebas que permitiesen probar aquella teoría que parecía traída por los pelos. Sin embargo, en 1988 el Senado italiano creó una comisión parlamentaria especial de investigación presidida por el senador Libero Gualteri, cuyo nombre era más que elocuente: “Comisión parlamentaria del Senado italiano encargada de investigar sobre el terrorismo en Italia y las razones por las cuales los individuos responsables de las matanzas no han podido ser identificados: El terrorismo, los atentados y el contexto político-histórico”.
El trabajo de la comisión resultó extremadamente difícil. Los testigos se negaban a declarar. Hubo documentos destruidos. La propia comisión, que se componía de representantes de los partidos de izquierda y de derecha, se dividió al abordar la cuestión de la verdad histórica en Italia y en lo tocante a las conclusiones que debían ser o no reveladas al público.
Al mismo tiempo, basándose en el testimonio de Vincenzo Vinciguerra –el terrorista de Peteano– y en los documentos que había descubierto, el juez Casson comienza a entrever la naturaleza de la compleja estrategia militar que se había utilizado. Comprende poco a poco que no se trataba simplemente de terrorismo, sino de terrorismo de Estado, financiado con el dinero de los contribuyentes. Obedeciendo a una “estrategia de la tensión”, el objetivo de los atentados era instaurar un clima de tensión en la población.
La extrema derecha y sus partidarios en el seno de la OTAN temían que los comunistas italianos adquiriesen demasiado poder y es por ello que, en un intento de “desestabilizar para estabilizar”, los soldados clandestinos de los ejércitos del Gladio perpetraban aquellos atentados, que atribuían después a la izquierda. “Para los servicios secretos, el atentado de Peteano era parte de lo que se llamó la estrategia de la tensión”, explicó públicamente el juez Casson en un reportaje de la BBC dedicado al Gladio. “Es decir, crear un clima de tensión para estimular en el país las tendencias sociopolíticas conservadoras y reaccionarias”.
A medida que se aplicaba esta estrategia en el terreno, se hacía necesario proteger a los instigadores ya que comenzaban a aparecer pruebas de su implicación. Los testigos ocultaban ciertas informaciones para proteger a los extremistas de derecha. Vinciguerra, un terrorista que, al igual que otros que habían estado en contacto con la rama Gladio de los servicios secretos militares italianos fue muerto por causa de sus convicciones políticas, declaró: “Había que actuar contra los civiles, contra la gente del pueblo, contra las mujeres, los inocentes, los anónimos desvinculados de todo juego político. La razón era muy simple. Se suponía que tenían que forzar a aquella gente, al pueblo italiano, a recurrir al Estado para pedir más seguridad. A esa lógica política obedecían todos esos asesinatos y todos esos atentados que siguen sin castigo porque el Estado no puede inculparse a sí mismo ni confesar su responsabilidad en lo sucedido”.
El horror de ese diabólico plan sólo va apareciendo, sin embargo, de forma progresiva y quedan aún muchos secretos por revelar hoy en día. Además, el paradero de todos los documentos originales sigue siendo desconocido. “Después del atentado de Peteano y de todos los demás que siguieron”, declaró Vinciguerra en el juicio que se hizo en su contra, en 1984, “nadie debiera dudar ya de la existencia de una estructura activa y clandestina, capaz de elaborar en la sombra ese tipo de estrategia de matanzas”. Una estructura que, según el propio Vinciguerra, “está imbricada en los propios órganos del poder”.
Existe en Italia una organización paralela a las fuerzas armadas, que se compone de civiles y de militares y de vocación antisoviética, es decir, destinada a organizar la resistencia contra una eventual ocupación del suelo italiano por parte del Ejército Rojo”. Sin mencionarlo por su nombre, ese testimonio confirmó la existencia del Gladio, el ejército secreto y stay-behind creado por orden de la OTAN. Vinciguerra lo describió como “una organización secreta, una superorganización que dispone de su propia red de comunicaciones, de explosivos y de hombres entrenados para utilizarlos”. El terrorista reveló que esa “superorganización, a falta de invasión soviética, recibió de la OTAN la orden de luchar contra un deslizamiento del poder hacia la izquierda en el país. Y eso fue lo que hicieron, con el apoyo de los servicios secretos del Estado, del poder político y del ejército”.
Más de 20 años han transcurrido desde el revelador testimonio del terrorista arrepentido que, por vez primera en la historia italiana, estableció un vínculo entre la red stay-behind Gladio, la OTAN y los atentados con bombas que enlutaron el país. Y sólo ahora, al cabo de todos estos años, después de la confirmación de la existencia del ejército secreto y del descubrimiento de los escondites de armas y de explosivos, los investigadores e historiadores logran interpretar por fin el sentido de las palabras de Vinciguerra.
Pero, ¿son dignas de crédito las palabras de ese hombre? Los hechos que se produjeron después del juicio parecen indicar que sí. El ejército secreto fue descubierto en 1990 y, como para confirmar indirectamente que Vinciguerra había dicho la verdad, el apoyo del que había gozado hasta aquel entonces por parte de las altas esferas le fue bruscamente retirado. Contrariamente a lo sucedido con otros terroristas de extrema derecha, que habían sido puestos en libertad después de haber colaborado con los servicios secretos italianos, Vinciguerra fue condenado a cadena perpetua. Pero Vinciguerra no fue el primero en revelar la vinculación entre el Gladio, la OTAN y los atentados.
Tampoco fue el primero en hablar de la conspiración del Gladio en Italia. En 1974, durante una investigación sobre el terrorismo de extrema derecha, el juez de instrucción Giovanni Tamburino había sentado un precedente al inculpar al general Vito Miceli, el jefe del SID, los servicios secretos militares italianos, por haber “promovido, instaurado y organizado, con la ayuda de otros cómplices, una asociación secreta que agrupaba civiles y militares y cuyo objetivo era provocar una insurrección armada para modificar ilegalmente la Constitución y la composición del gobierno”.
El 17 de noviembre de 1974, durante su propio juicio, el general Miceli, exresponsable del Buró de Seguridad de la OTAN, reveló, furioso, la existencia del ejército Gladio y lo describió como una rama especial del SID: “¿Disponía yo de un super SID a mis órdenes? ¡Por supuesto! Pero no lo monté yo mismo para tratar de dar un golpe de Estado. ¡No hice más que obedecer las órdenes de Estados Unidos y la OTAN!”
Gracias a los sólidos contactos que tenía del otro lado del Atlántico, Miceli no salió malparado. Fue liberado bajo fianza y pasó seis meses en un hospital militar. Hubo que esperar 16 años más hasta que, bajo la presión de los descubrimientos del juez Casson, el primer ministro italiano Andreotti revelara ante el parlamento italiano la existencia de la red Gladio. Al enterarse, Miceli montó en cólera. Poco antes de su muerte, en octubre de 1990, Miceli no pudo seguir conteniéndose: “¡Yo fui a la cárcel porque me negaba a revelar la existencia de esta superorganización secreta y ahora Andreotti se para delante del parlamento y lo cuenta todo!”
En la cárcel, Vinciguerra, el que había puesto la bomba de Peteano, explicó al juez Casson que, en su misión de debilitamiento de la izquierda italiana, los servicios secretos militares y la red Gladio habían contado con la ayuda no sólo de Ordine Nuovo, sino también de otras organizaciones de extrema derecha muy conocidas, como Avanguardia Nazionale: “Detrás de los terroristas había mucha gente que actuaba en la sombra, gente que pertenecía o colaboraba con el aparato de seguridad. Yo afirmo que todos los atentados perpetrados después de 1969 eran parte de una misma estrategia”.
*Historiador suizo, especialista en relaciones internacionales contemporáneas; catedrático en la universidad de Basilea
Daniele Ganser Daniele Ganser. Historiador suizo, especialista en relaciones internacionales contemporáneas. Se dedica a la enseñanza en la universidad de Basilea, Suiza. |
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